Plus... Tubular Bells


Hace dos semanas hizo 50 años que un chaval de 20, llamado Michael Gordon Oldfield hacía historia en la música contemporánea, publicando un disco de lo más extraño, llamado Tubular Bells. En 1973 me quedaban aún unos años para nacer, y sin embargo este disco cambió mi vida.

La primera vez que escuché Tubular Bells tendría unos tres o cuatro años y fue a la hora de la merienda, en casa de mi abuela Fidela. Un capítulo de Barrio Sésamo, Armario de Luna se llamaba, finalizaba con la famosísima melodía hipnótica inicial del disco. Obviamente, con esa edad, no tenía unos gustos musicales muy refinados, pero recuerdo haber flipado, y haber pensado que esa música era muy rara, pero que estaba muy chula.

Años después, este disco volvió a llegar a mis oídos, no me preguntéis como. Supongo que lo escuché como música ambiental de algún programa de la tele, seguramente por casualidad. Si que recuerdo que anduve dando vueltas, intentando enterarme del título, del autor... En los 90 no había aplicaciones como Shazam o Google Voice, que identificaran canciones, mis padres no eran especialmente melómanos, y tampoco era posible hacer ese tipo de búsquedas en la biblioteca municipal. 

Cuando por fin tuve una copia del disco en mis manos, tengo que reconocer que al principio me decepcionó un poco, porque yo pensaba que iba a ser todo el rato como al principio, es decir, con esa melodía repetitiva, que me volvía loco, y me dejaba casi en estado de trance. Pero las cosas nunca son lo que parecen. Con esa edad iba aprendiendo a saberlo. De todas formas, me obligué a mi mismo a escuchar el disco completo varias veces, y a no rebobinar cada vez que finalizaba la parte famosa, de los siete primeros minutos. Y acabé por descubrir que me encantaba.

Y esa fue la primera lección que aprendí gracias a Tubular Bells: la Música, con M mayúscula, es un gusto adquirido. Por eso, cuando en los 90 mis amigos escuchaban a Nek, a Laura Pausini, a las Spice Girls, o a lo que estuviera de moda en ese momento, yo me ponía en bucle los discos de Mike Oldfield. Y me gané a pulso la fama justificada de raro que aun conservo con orgullo.

Además de eso, Tubular Bells me enseño muchas cosas. Me enseñó que el Arte es una cosa muy seria con la que no se ha de frivolizar. Que el Arte existe sólo cuando la obra te toca el alma. Que la Música es un lenguaje universal, y que si lo intentas lo suficiente, puedes entrar en comunión con el Músico que la ha compuesto, o que la interpreta. Que te puede euforizar más que la droga, y que te puede hacer llorar como un chiquillo. Y que es muy fácil decir que eres músico, e incluso que la gente se lo crea, pero que no es tan fácil demostrarlo. 

Mike Oldfield tuvo la suerte de nacer con capacidades monstruosas para la música, pero no es eso lo que lo hizo grande a mis ojos. Lo que a mi me hizo considerarle un genio fue la pasión con la que hacía las cosas, su inasequibilidad al desaliento, y los deseos de seguir aprendiendo. Es decir, que además de haber nacido con talento, era, como decía mi paisano Rafael Azcona, "un jornalero de lo suyo".

Aunque me sigue encantando Tubular Bells, ya no puedo decir que sea mi disco preferido. Ni siquiera mi disco preferido de Mike Oldfield. Entre otras cosas porque no tengo ningún disco preferido, y porque, con el paso de los años, mis gustos han evolucionado. Pero lo que es inamovible, es que Tubular Bells me determinó como persona. El marco desde el que me asomo a ver el mundo tiene forma de campana tubular doblada. 

A Michael Gordon Oldfield le debo una parte de mi forma de ser, así que, para bien o para mal, estaba obligado a reabrir este blog para recordarlo ¡Felicidades!


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